23/2/12

El silencio

La última vez que lo vi fue en la puerta de un bar. Adentro iba a tocar mi banda, yo había salido a fumar un cigarro mientras que esperaba que termine el grupo anterior al mío. Lo vi bajar por la avenida Grau, en Barranco, caminando en zig-zag y agarrándose varias veces el pelo. Antes de verle la cara ya sabía que era él. Habla, pues, le dije, y él me dijo las mismas palabras pero sin tener que fingir la emoción. Años atrás, a Dante Salazar lo quise bastante. Tocábamos juntos. Pero, como pasa con casi toda la gente, nos fuimos alejando. Y dejamos de juntarnos. Yo sabía que para él no hubiera importado no verme de nuevo. Yo pensaba en él a veces, lo extrañaba, pero nunca tenía ganas de llamarlo. Y cuando nos veíamos, como ahora, en la puerta del Keko cerca a la medianoche, las palabras no salían. Así que él se puso a hablar acerca de que hacía una semana que no dormía. Había llegado de Colombia drogado y no había estado lúcido hasta ese momento en Lima. Iba una semana. Pero ahorita se me ha bajado un poco, ¿tienes hierba? No, mentí. Le pregunté si quería que lo haga pasar gratis al concierto. Se asomó a la puerta, miró quiénes estaban adentro y me dio una palmada en el hombro.

Mientras tocábamos vi que se le presentaba a mi enamorada, Laura Lanegra, y le invitaba una cerveza. Eso fue hace tres meses. Ahora ha pasado que Laura se fue hace una semana a su casa, a coordinar unas cosas acerca de una muestra de pintura que iban a hacer en conjunto, y no ha vuelto a la nuestra todavía. Llamé a sus padres, les pregunté si sabían algo de ella, y me dijeron que no, nada, desde hacía casi dos meses. Llamé a mis amigos en común con Dante y me dijeron que era imposible ubicarlo. En su casa hace un mes que no vivía nadie. A veces aparecía en las casas de la gente, se quedaba un rato y luego se iba, no sin antes fumarse un troncho. Decían que se le había oído decir que hace tres meses no dormía. Estaba participando en proyectos, en demasiados proyectos: revistas de filosofía, recitales de poesía, muestras de pintura, conciertos de jazz. También se aparecía donde fuera que sus amigos hicieran drogas pesadas en grupo. Hasta hace un tiempo vendía ácidos y marihuana.

Al comienzo me preocupé. Luego me enfadé. Y luego, después de la primera borrachera post-separación, con las otras dos personas con las que compartíamos la casa Laura y yo, supe reírme del asunto. Yo vivía con un antropólogo, llamado Ricardo Sánchez, y el poeta Ramón Fernández. Mis dos amigos en la vida. Saben qué, les dije un día, a pesar de todo, quiero ver a Laura una vez más. Ricardo movió la cabeza como asintiendo sin estar de acuerdo. Ramón empezó: “puta…”, pero se quedó ahí. Yo también estuve en silencio un rato. Es una cobarde, dije. Me merezco una explicación. Pero me arrepentí de decir eso, y, sin necesidad de ser muy creativo, me absolví diciendo que quería que me devuelva cien soles que me debía. Eso tampoco suena bien, dijo Ricardo, quedabas como un cabro exigiendo una explicación, ahora pides dinero. Yo también me reí.

Por esas épocas empecé a juntarme bastante con unos amigos de Ramón. Algunos eran literatos, como él y yo. Era un grupo compuesto por filósofos, cinéfilos y vagos. Era un grupo complejo. Todos eran unos fumones sin remedio. Una noche nos juntamos a fumar tronchos y tomar ron en la casa de un poeta. En un momento una filósofa, alta y pelirroja, me hizo un aparte y me empezó a hablar acerca de cómo yo rompía demasiado los silencios. No estás viviendo tu vida, todo el tiempo te detienes a comentarla. Comentas todas tus experiencias. Si ves algo que te gusta, si escuchas un buen solo de bajo, si se te ocurre una buena idea, siempre, de alguna manera, comunicas lo que sientes, y encima sobre el arte, el amor, sobre la risa, sobre el sexo; temas que desafían el lenguaje. Es demasiado difícil para ti soportar una experiencia intensa, aún así sea el silencio, si estás en soledad. Si no estás agarrado de la mano, o, digamos, si no estás agarrado de, o si no estás agarrado a través de la palabra con alguien no puedes soportar al mundo. Yo le pregunté dónde quedaba el baño, y le aclaré, porque uno nunca sabe, que quería ir solo.

En medio de conversaciones como esa conocí a Lidia Silva. Le gustaba mucho el cine. No tenía trabajo. Vivía con su hermano. Tenía esa belleza especial que tienen algunas mujeres: no muchos hombres voltearían para mirarla en la calle, pero varios se quedarían sorprendidos. Era la persona más lúcida de todo el grupo, pero de una pureza alucinatoria. Estaba loca, pero cuerda. Era rara, pero honesta. Es una chica difícil de poner en un papel. Un día que se juntó el grupo a fumar tronchos y tomar ron en un parque (menudo plan para gente de nuestra edad) ella me comentó que había visto a Laura y a Dante. Supe que estabas con Laura, dijo. Le pregunté si conocía a Dante. Lo conozco, toca en el grupo de unos amigos. ¿Tú lo conoces? Mañana va a tocar su grupo. Pienso ir, podemos ir si quieres. Por mí perfecto, le dije. Pero nos tomamos un ron antes, dijo ella, y sonrío.

Fue bastante bien la cita con Lidia, en especial después de habernos tomado la botella de ron. Hablamos de jazz, traté de hablarle de películas, hablamos del silencio, le hablé de Rayuela. A ella le gustaba Rayuela. Coincidimos en que todas las relaciones del mundo deberían ser como Horacio Oliveira dice que era su relación con la Maga en los primeros capítulos. Aunque eso, admití, justificaría que pasen cosas como que la chica con la que vives se le ocurra fugarse un buen día con un pastrulo que no duerme y no tiene casa. Creo, pero estaba medio borracho, que ella me dijo así: “No te preocupes tanto, Horacio”. Y después hubo un cómodo silencio. Lo que hacen las mujeres.

En el concierto estaban Ramón, con sus amigos los pastrulos, y Ricardo, con sus amigos los otros pastrulos. Cuando me le acerqué a la filósofa pelirroja, para saludarla, la primera vez que le dije hola me ignoró y la segunda me miró con mucho odio. ¿No ves que están tocando los músicos?, me preguntó sin dejar de mirarme, y dijo que no le dejaba prestar atención. Hasta ese entonces no había mirado al escenario: estaba nervioso, esperaba que no pase, no quería mirar a Dante. Pero por la vergüenza miré y me di cuenta que él no estaba ahí. Me acerqué a donde Lidia, que conversaba con Ramón, y le pregunté por Dante. Hizo un gesto que no entendí. Después del concierto le volví a preguntar y me dijo que la siga, que nos tomáramos unas chelas con los otros miembros del grupo.

En la mesa los músicos hablaban acerca de las partes en las que se habían equivocado. Yo entendía lo que hablaban, sé un poco de música, así que pude reírme sin tener que pretender. En un momento le pregunté al tecladista, al que yo también conocía, si es que sabía algo de Dante. Puta nos cagó, men, me dijo. Me explicó que Dante se había ido con una chica con la que estaba saliendo a Argentina. ¿Hasta cuándo? le pregunté. Hasta cuándo será, dijo el tecladista y se terminó su vaso de cerveza. Por lo que sé, han alquilado un piso, y si Dante alquila un piso, pero dejé de escuchar porque yo sabía cómo seguía esa historia. Me paré y me fui al baño a vomitar. Y luego me fui caminando a mi casa. A la mitad del camino repasé toda la noche. Al llegar a mi casa me quedé dormido leyendo Rayuela.

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